Sin duda nuestra provincia posee un sinfín de lugares diferentes y con encanto, muchos de los cuales son unos perfectos desconocidos a ojos del capitalino neomilenial. Cuando las circunstancias de la pandemia y sus aperturas de cierre perimetral lo permiten, siempre es recomendable salir a ver dichos lugares, no sólo por respirar aires nuevos y huir del bullicio de la ciudad, sino porque además encontrará maravillas que enternecerán a ojos y mente.
Uno de esos lugares, que además llevaba tiempo queriendo visitar, es la localidad granadina de La Calahorra, pequeño y bello pueblo de la comarca de Guadix, situado en la zona norte de Sierra Nevada, puerta del camino que a través de la Ragua llega a la Alpujarra almeriense. Tras visitar el agradable pueblo de Jérez del Marquesado, llego por fin a La Calahorra, lugar fácil de distinguir en la planicie pues sobre él asoma la obra cumbre del Marqués del Zenete, el famoso castillo-palacio que mandó construir a principios del siglo XVI.
Llegar al pueblo mediante medio de transporte y carreteras modernas me hace viajar en el tiempo, e imaginar cómo tuvo que ser el viaje que uno de mis tatarabuelos maternos, Ramón López López natural de La Calahorra, tuvo que hacer a mediados de siglo XIX en su traslado a la capital de la provincia, donde se asentó, se casó y tuvo su descendencia. Un viaje de seguro lento e incómodo, mediante tracción animal a través de unos caminos tortuosos que se harían eternos.
Hoy, después de casi siglo y medio de aquel viaje, yo su descendiente hago el camino inverso y me recibe un pueblo lánguido, muy diferente a como fue en aquel entonces. La despoblación constante de estas tierras se hace patente no sólo por el vacío de las calles (ayudado seguramente por la situación de pandemia que vivimos), sino por los incontables letreros de venta o alquiler de viviendas. Un bello pueblo que en cambio tiene muchas posibilidades de desarrollo. Domina el casco urbano la Iglesia de la Asunción donde se bautizaron y casaron mis antepasados, y sobre el núcleo de casas, el cerro sobre el que se asienta el imponente castillo de La Calahorra. Con una subida escarpada y dificultosa, el edificio vigila a sus habitantes, como elemento señorial de dominación de unos tiempos pasados. El mismo es atalaya, antes de posible defensa, ahora de admiración sobre las vertientes altas de la Sierra y sobre la planicie norteña que nos invita a seguir viajando por nuestro país.
Hoy el castillo nos recibe con un viento primaveral frío. Los impresionantes y toscos muros protegen el refinado interior renacentista, mientras los gráciles cuervos juegan a nuestro alrededor haciendo acrobacias sobre el castillo, únicos moradores de tan ilustre edificio.
Imagino la vida siglos atrás en estos mismos lugares, cuando el castillo actual no existía, en plena dominación musulmana, o durante la Guerra de las Alpujarras, viéndose el lugar afectado tanto durante el enfrentamiento como la posterior repoblación, de la que seguro provengo. No conozco el lugar en demasía ni a sus gentes, pero un extraño vínculo emocional he querido tejer con este pueblo, no sé si será mi ascendencia calahorreña, o el bello y tranquilo lugar que nos muestra ser. Lo que sí mantengo es mi deseo que pueda ser uno de los lugares donde poder vivir el día de mañana. ¿Quién sabe?
Muy interesante y curioso. Es bueno hacer ese camino a la inversa para conocer los pueblos de nuestros abuelos.
ResponderEliminarQué pasada, tanto de experiencia como de castillo.
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