domingo, 31 de enero de 2016

La foto desmemoriada

Recientemente llegó a mis manos un testimonio gráfico que nada más contemplarlo me llenó de sentimientos enternecedores y de melancolía. Debido a mis recientes labores bibliográficas, descubrí entre las amarillentas páginas de un libro abandonado junto a otros miles de ellos a lo largo de polvorientas repisas que sustentaban vastos conocimientos, un frágil documento fotográfico que si no llega a ser por mí quién sabe si hubiera vuelto a ser contemplado otra vez por un ser humano. Como si fuera utilizado como un mero marcapáginas más, ahí se encontraba escondido a saber a lo largo de cuántos años o décadas.

La ternura que inspira la protagonista de la imagen queda patente nada más contemplarla. Una chiquilla con aspecto nórdico contempla atenta en un jardín algo que se nos escapa al conocimiento. La imagen en blanco y negro es una más de cuantas fotografías antiguas andan abandonadas, dispersas y desmemoriadas a lo largo del planeta. ¿Y en qué si no terminan convirtiéndose las fotografías familiares más antiguas cuando sus protagonistas y sus parientes y amigos más cercanos van muriendo? A las que han sido destruidas deliberadamente por sus dueños debido a que cuando mueran, esas fotos no tendrán sentido, y así la desmemoria se evita con su destrucción convirtiendo la desmemoria en la inexistencia de ese momento en el futuro, estas añejas fotografías se almacenan como estampas de un tiempo ya lejano en cualquier caja de galletas al fondo del cajón del mueble del salón. Y sus protagonistas, irreconocibles una vez que sus conocidos han fenecido. Otras, grandes ejemplares de fotografía antigua que muestran la vida de la sociedad del pasado, pueden que terminen vendiéndose en cualquier rastro o mercadillo, en un mercadeo del pasado, toda vez que la memoria de esa plasmación gráfica ha desaparecido ya por completo.

Y es lo que le ocurre a esta fotografía en cuestión. ¿Quién es la niña? ¿Dónde fue tomada la foto? ¿Quién la tomó? ¿En qué fecha? ¿Vive actualmente la protagonista de este relato? ¿Podemos encontrar pistas que nos indique algo de la foto? Poca cosa. Intuyo que la chiquilla pueda ser estadounidense con algún nexo alemán o austriaco. Y es que en el libro donde apareció la fotografía venía escrito en su primera página a lápiz un nombre, Anna L. Fuller. Podría ser la persona propietaria del libro, ¿familiar de la chiquilla o la chiquilla misma? El libro, en casi buen estado de conservación a pesar de ser de 1884, está publicado en Leipzig con una complicada tipografía en alemán por Carl von Lükow, bibliotecario de la Academia Imperial y Real de Bellas Artes de Viena, llevando por título Zeitschrift für Bildende Kunst. Mit dem Beiblatt Kunst Chronik (Revista de Artes Visuales. Con el suplemento Crónica de Artes).




Poca cosa más se puede decir de esta fotografía, a no ser que alguien pueda reconocer a través de la red a la chiquilla en cuestión. Su mirada, perdida en algo que no sabemos, viene a recordarnos lo cuán frágil es la memoria personal y la trascendencia física que podamos dejar en este planeta una vez nos hayamos ido para siempre. Dicen que uno no muere del todo mientras nos recuerden, algo que implica que una vez éstos hayan desaparecido a su vez, estaremos más muertos si cabe. Esta niña de la foto, si ya no existe, está hoy más viva que ayer. Que nuestro recuerdo perviva. Va por ti, niña desmemoriada.


PD: Este escrito viene a relacionarse con el relato que escribí el año pasado y que hace poco colgué en este mismo blog acerca de la preservación de la identidad personal mediante los retratos:

sábado, 2 de enero de 2016

El retrato que me hicieron hace 2000 años

Por Francisco J. Canales-“Azaustre


[Hace unas semanas envié este relato a la revista digital literaria Visor por si pudiera ser publicado, pero no ha podido ser así. Por ello lo publico en mi blog personal por si a alguien le interesase leerlo. Lo que aquí escribo lo ideé con los sentimientos que me inspiró mi visita al Museo Arqueológico de Sevilla en junio de 2015 y en concreto los rostros de Santiponce.]


Caminaba apasionado paseando a través de largos pasillos y amplias salas en aquel inmenso museo de aquella vieja ciudad. Tan sólo mirando de un lado para otro aquellos vestigios que hace siglos los habitantes de esas comarcas realizaron sin el conocimiento de que siglos más tarde su obra sería mostrada de tal manera a curiosas y extrañas gentes en un mundo tan distinto al que vivieron. Estatuas colosales de emperadores, otras más pequeñas, distintos elementos ornamentales, capiteles, monedas,  mosaicos, toda una representación de arte tallado por las manos de gente de un tiempo ya fenecido. Aquí quedan los restos de aquellas vidas, tesoros únicos que dan testimonio de su paso por este mundo, ahora tras una vitrina de cristal que permita su pervivencia a lo largo de muchas generaciones más.


El cambio de sala a sala no hacía sino impresionarle más con la muestra de dicha laboriosidad antigua, pero en cierta manera, todo lo veía lejano, no como algo propio, no sólo por la distancia de su ciudad materna, sino por el hecho del desconocimiento de la intrahistoria de cada obra de arte y el significado que para él pudiera tener.

Pero de repente, tras atravesar el dintel de una puerta que daba a una pequeña sala, ahí los vio, con sus pétreas y profundas miradas fijadas sobre él, impertérritos ante su presencia. En hilera, sus miradas sin vida le reclamaban la atención que merecían, no había escapatoria, pues para salir de la sala había que pasar ante ellos. Él, sin reacción corporal posible, se quedó delante con un cúmulo de sensaciones que le habían dejado como a ellos, petrificado. Delante de él, una sucesión de retratos romanos con un par de milenios de antigüedad. Había algo raro en sus inertes pieles de piedra, pues si bien eran retratos de personajes ‘desconocidos’ y por lo tanto no tenían la magnitud intrínseca a esculturas de grandes personajes, había cierta atracción ante su presencia. No lograba encontrar si había alguna característica física que le resultara familiar, pero tuvo la sensación de que delante de él estaba el busto familiar de un antepasado directo. Por estadística genealógica era muy probable. No lo sabía ciertamente, no había evidencia que así lo demostrara, pero así lo creyó sin duda, delante de él tenía el rostro de su ‘lejano abuelo’.

No sabía cuál de los allí presentes pudiera ser, ni siquiera si eran varios. No sabía su nombre, ni los años y lugares en que nació y murió, tan sólo que dicho busto se encontró en un yacimiento de la provincia en que se encontraba en ese momento. No sabía los detalles de una vida tan lejana, ni a qué se dedicó, ni los avatares por los que tuvo que padecer. No sabía cuántos hijos tuvo, ni de cuál de ellos descendería. Pero interiorizó que gracias a la existencia de ese ‘abuelo’ que tenía delante, él podía estar hoy donde estaba, encontrándose con sus ancestros en esta fría sala, reencontrándose consigo mismo al reflejarse en la vida de los que le antecedieron.

Pasó un buen rato delante, en una muda conversación en la que tenían mucho que decirse. No se conocían, pero había tantas cosas en común… Le dio las gracias por haber existido, y por haber puesto su pieza fundamental de ese grandioso puzzle en el que ahora él se había convertido en la última pieza. Él, pensó, como pieza con curvas y aristas, encajará con otra a la perfección, para proseguir juntos así en el devenir de las piezas futuras. Pensó nostálgico que existe hoy el retrato fotográfico y que la difusión de las identidades es más sencilla que en el pasado, para que dentro de cientos de años sus descendientes puedan reconocerlo, saludarle y darle igualmente las gracias por su aporte. ¿Quiénes y cómo serán? La genética dirá. Hoy, daba un paso más y se despidió de esta ‘familiar sala’ con pena y cierta nostalgia de un pasado no conocido y un presente que pasará, pero ilusionado en lo que tendrá que venir. Esa mirada vacía pero eterna del ‘abuelo’ seguirá ahí viendo pasar descendientes ante él, quizás sin que éstos sepan cuánto le deben al que ahí se encuentra observándoles desde el púlpito de la Historia.

Nota final: Para quien quiera conocer esos antepasados nuestros, tan sólo tiene que pasearse por las salas del Museo Arqueológico de Sevilla situado en la plaza de América. Y así poder mostrarles un efusivo saludo.

Francisco José Canales López [Canales-“Azaustre”] (Granada / España, 1984). Licenciado en Historia y Máster en Claves del Mundo Contemporáneo por la Universidad de Granada. Actualmente realiza el Máster de Archivística de la Universidad Carlos III de Madrid. ‘Hombre que escribe en sus ratos libres’, ha publicado algunos artículos y cartas de opinión en diferentes medios. Es además autor del blog Un rincón muy “Canalístico”, donde publica dichos escritos, así como reflexiones y demás temas históricos, genealógicos y políticos que le apasionan. Junto a su nombre, utiliza el alias literario Canales-“Azaustre”, apellidos familiares, como homenaje y recuerdo a sus dos abuelos.