Ya estoy en el suelo, palpando la monótona realidad. Y es que básicamente el pasado mes de mayo fue un mes en el que estuve volando, tanto literal como metafóricamente. Tras más de 2 años desde la última vez que cogí uno de esos pájaros de hierro, bastante tiempo para aquellos que nos gusta viajar volando, pude coger un avión que desde Málaga me llevó a Copenhague, la capital de Dinamarca, siendo ésta, mi primera vez en los países nórdicos. Fue un viaje cómodo junto a mi ventanilla, pero no disfruté en demasía de las vistas, pues gran parte del trayecto la hice o dormitando o volando sobre gruesas capas de nubes. Eso sí, la primera parte fue impresionante pues al haber despegado finalizando la madrugada, los primeros rayos de luz se adivinaban más allá de Sierra Nevada, desde el otro lado del mundo. Luego, conforme las caricias de nuestra estrella despertaban este lado del planeta, su luminiscencia decoraba el cielo tras la esponjosidad de las nubes que nos servían de suelo mucho más abajo de nuestro receptáculo volador.
Tras un trayecto intermedio soporífero, y una vez despertado por lo que parecía ser un inminente aterrizaje, sólo podía ver nubosidad a través de la ventanilla. Una vez que ésta se despejó, vi la inmensidad del agua a una altura que sólo nos podía aventurar que las innumerables islas danesas eran la antesala al aeropuerto de Copenhague. Ya en tierra, seguí volando, pero esta vez fue con la imaginación y la emoción, en un evento que si me da tiempo, comentaré en otra entrada del blog.
Concluida mi visita nórdica, había que volver a España, pero no lo hice entristecido pues mi aventura vacacional seguiría, y porque en el regreso y dada la suerte de mi tipo de billete, caí de nuevo junto a la misma ventanilla que me mostraría nuevas bellezas visuales. Así fue, tras el impresionante despegue, atrás iban quedando aquellos verdes y planos parajes daneses, bellas estampas que se alejaban conforme el mar y las diferentes islas que conforman la curiosa geografía de este país se iban mostrando ante mí. Tras dejar la isla Amager donde se ubica el Aeropuerto de Kastrup, sobrevolamos la isla de Selandia, y pude ver desde el aire zonas de allí como la costera Strøby Egede, o Faxe y su cantera con lagunas. Dejamos atrás la isla tras pasar sobre la península de Knudshoved Odde, tras lo que seguía el mar, con diversas islas como la llamativa isla de Femø, las cuales parecían piedras entre una gran charca. Poco después, ya Alemania, el continente se abría ante nosotros. Tras un ligero sueño, lo primero que vieron mis ojos conforme se asoman a la ventanilla es una característica edificación, un aeropuerto, y dado su tamaño supuse que era un importantísimo aeropuerto que debía acoger cientos de vuelos. Pensé que dada la trayectoria de nuestro avión, fuera el Aeropuerto de Charles de Gaulle, en las cercanías de París, como así pude confirmar. Mi corazón se aceleró pues si era como creía que pudiera ser ese aeropuerto, ante mí se mostraría inmediatamente una ciudad tan querida por mí como es París. Y así fue como al instante empecé a ver una gran masa urbana, que al principio no pude reconocer, pero fijando la mirada pude entrever el Estadio de Francia de Saint-Denis, y lo que luego pude saber era el inmenso cementerio de Pantin. Aunque la visión no era muy clara, y mi anciano móvil no hacía las mejores fotografías, pude retratar esa vía arterial tan importante y simbólica como es el río Sena dividiendo la ciudad. Así que mis ojos se acercaron a sus míticas islas de San Luis y de la Cité, y aunque ni mi vista ni mi cámara pudieran recoger con detalle la zona, ahí debía estar mi añorada y doliente Notre Dame. Fue más fácil ver al norte los Jardines de las Tullerías. El próximo objetivo sin duda era encontrar la Torre Eiffel, y en efecto ahí estaba, lejos, pequeñita, aunque mi móvil no la muestre con nitidez, pero se reconoce perfectamente el inmediato Campo de Marte.
Tras haber sido testigo de aquel espectáculo, el trayecto ya había merecido la pena sólo por eso. Francia se nos extendía bajo nuestros pies y la ruta de vuelo se fue al oeste de Francia, sobrevolando las tierras linderas al Atlántico. De repente, un inmenso río que buscaba su salida al mar me indicó que podríamos estar en un lugar importante. Y en efecto, pude comprobar más tarde que en ese momento sobrevolábamos los ríos Dordoña y Garona en su confluencia poco antes de desembocar en el océano. Besando al Garona se encontraba una inmensa ciudad, que luego supe era Burdeos. Después disfruté de esa zona costera de Nueva Aquitania que ya sobrevolé en 2013 y 2017, viendo de nuevo a lo lejos Arcachón. Siendo una ruta como era aquella, pronto llegaríamos a sobrevolar la zona occidental de los Pirineos, y en efecto ahí se adivinaban en el País Vasco francés el río Adur, y las poblaciones de Bayona, Anglet, y Biarritz con su aeropuerto. Más adelante Ciboure y San Juan de Luz, y más a lo lejos Hendaya. Frente a ella, pasando la frontera, Fuenterrabía y más allá unas nubes sobre la zona de San Sebastián. Bajo mis pies esas montañas me indicaban que estábamos entrando en España por la zona de Navarra, y así fue pues pronto vi el embalse de Alloz una vez había pasado bajo mis pies Pamplona. Tras un rato, y ya con cielo nuboso que impedía la visión, pude distinguir sin ningún género de dudas el Aeropuerto de Barajas, ya en Madrid y en sus cercanías el Estadio Metropolitano. Pronto, las tierras castellanas darían paso a mi Andalucía, y cada vez más cerca el suelo malagueño que me daba la bienvenida de nuevo a casa. Hogar dulce hogar, pero con el siguiente pasaje en la mano.